Era domingo y Pedrito veía caer el torrencial aguacero, que como es de habitud, suelen caer en el mes de octubre. Su aprensión aumentaba cada vez que un rayo iluminaba la noche y una fría brisa hacía que la temperatura bajara. Con ansiedad, pensaba en que tenía que levantarse temprano para ordeñar la vaca que le daría la tan sabrosa y nutritiva leche, para acompañar el café, pues a veces no lo podía acompañar ni con tortilla, ni con el pan que hacía la vieja Chinda.
Sabía que en la madrugada tendría que recorrer el camino que lo conduciría al potrerito, donde el ternerito amarrado lo esperaba para mamar ansioso, la porción que le dejaban. Él sabía que en el estrecho y oscuro camino al lado del potrero de Doña Teola se formaban largas charcas y los árboles y arbustos entretejían sus ramas a tal punto que no dejaban ver ni luz de estrella ni de luna. Esa oscura mañana, cuando el gallo aún no había cantado para anunciar la llegada del día, Pedrito estaba listo, aunque lleno de temor, para ordeñar la vaca. Desde su salida de casa, el camino estaba lleno de agua y lodo; la noche aún era oscura y todavía algunos rayos perezosos recordaban el aguacero caído en horas de la noche.
Pedrito se encomendó a Dios, se hizo la señal de la cruz, aquel resguardo que el padre García le había enseñado. Avanzaba tranquilo, cuando, de repente, del caminito sobre el que marchaba y que venía de donde los Pérez, vio como una aparición: una señora de largas trenzas, de falda amplia, que le llegaba al suelo y burdo turbante que cubría su cabeza, sobre el cual reposaba una lata como de 5 galones, del cual se derramaba un líquido cuyo aroma no era muy agradable.
En su ingenuidad, Pedrito pensó en alcanzar a la anciana señora para cruzar acompañado el potrerito de Doña Teola. Así, comenzó a agilizar el paso, sin embargo, no lograba reducir la distancia. Inició un trote rápido, pero de igual manera, la distancia no menguaba. Muy al contrario, con preocupación veía que la distancia se hacía cada vez más grande y al llegar al recodo del camino, la señora ya casi no se veía. Por ello, decidió echar a correr lo más rápido que le permitían las charcas y el lodo que el aguacero había dejado.
Pedrito corrió y corrió hasta llegar al recodo para descubrir con profundo asombro y sin temor, que una hermosa mujer se acercaba cuyas vestiduras, pesar de la lluvia y el lodo, se encontraban blancas y hermosas; parecía que su cara resplandecía y una bellísima sonrisa iluminaba su rostro. Sin saber el porqué, Pedrito sintió un gran regocijo y venciendo la timidez que lo caracterizaba le dijo con alegría:
-Buenos días, señora.
Esta, con una angelical sonrisa le respondió:
-Buen día, Pedrito, apresúrate a ordeñar la vaca, ya que el ternerito tiene hambre; no tengas miedo, pues nada te pasará.
Sonriendo dulcemente, le hermosa dama siguió su camino, no sin antes darle un beso y decirle:
-Recuerda Pedrito, que el domingo debes ir a misa.
Por Ercondies Iturralde Bultrón
Revista El Santeño, Edición No. 8 - Diciembre 2016
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