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De la gleba (fragmento)

Por Salomón Ponce Aguilera
—Julián, dicen las cabañuelas que tendremos invierno en diciembre, ¿qué dices tú?... El tiempo sigue malo... ¿Quién sabe cómo nos va a ir con la sementera de trigo?... ¿Y qué dices de la papa? La "gota", por lo visto, no se hará esperar. Ya los "hielos" se han presentado en el Sur... Todo dice que vamos a tener mal año... ¿Qué dices tú de los pronósticos?
—Pues en realidad no sé qué decir, mi amo. Malos son los tiempos desde que se estrenó el verano antes de lo que se esperaba... Pero, confiando en Dios y en la Virgen, esto ha de tener algún remedio. ¿No lo cree así su mercé?
—¡Quien sabe, hombre! Estamos tan de malas, que de seguro se va a perder la siembra como el año pasado. Apenas coseché el dos por ciento, cuando todo el mundo pensaba que daría por lo menos cinco. Si ya no siente uno ánimo de trabajo... Estoy cansado de esta brega sin término... Cuántos afanes para luego…
—Paciencia, mi amo, que Dios es misericordioso, y no dejará a su mercé tendido en estos afanes tan duros...
El viento norte volvió a arreciar, haciendo remecer con violento ímpetu la cementera, y una nube blanca de garzas asustadas cruzó el espacio para irse a posar en la laguna, donde los sauces cuelgan su ramaje fresco y las palomas salmodian la canción de la siesta.
La reja de arado seguía abriendo surcos cada vez más hondos; las imprecaciones de los gañanes aturdían las bandadas de gorriones que escarbaban en la humedecida tierra, y el sol seguía su marcha por entre nubes cuajadas de amaranto y rosa, que parecían acompañarle en su marcha perezosa de enfermo.
—¿Y qué es de la Tránsito, que no asoma por ahí para el almuerzo? —dijo el patrón, guardando en el bolsillo del saco raído y maltratado, la lista de los trabajadores—, ¿estará todavía llorando al novio que se llevó el río?
—No, señor, aquí estoy —contestó la voz de una muchacha maciza y de ojos adormidos, estrujando entre las manos una flor que acababa de recoger a su paso—. Ya almorcé... Estoy aguardando la hora de volver a entrar al trabajo.
—¡No has almorzado!... Cosas son tuyas para evitar que te diga... Pero, mira... si aquí podrías sentarte... Mientras tanto, conversaremos algo...
—No, señor, es que no quiero nada...
—Pero... y si yo quiero...
—Eso será otra cosa. Mientras déjeme su mercé reposar un poquito aquí bajo este pino.
—No te digo que no. Pero... ¿por qué no almuerzas?
—Porque no tengo ganas...
—¿Y vuelves al trabajo sin haber comido nada?
—Así será...
La muchacha, con la hoz en la mano, emblema del trabajo que diariamente tenía en aquel campo de espigas amarillas, volvió la cara a otro lado, como buscando algo en qué fijar su mirada intranquila. 
El sol seguía su marcha despacio, recalentando las gavillas amontonadas en pequeños haces y las palomas cruzaban en sesgo vario la atmósfera picante y bochornosa. De vez en cuando resonaba la detonación brusca del arma de algún cazador que, escurriéndose por entre los barbechos, las atisbaba cuando bajaban a recoger los granos perdidos en los extraviados senderos. Los sauces inclinados sobre los vallados mecían perezosamente sus ramas de finas hojas, y gritos de gañanes y peones de la mesnada se perdían con vibraciones de lastimeras quejas.
—¿Conque no vienes?
—No, señor.
—¿Por qué?
—Porque lo que su mercé pretende, lo que quiere de más es cosa que... Vamos, mi amo, que no puede ser… —Pues entonces, vete al trabajo, ya que no quieres disfrutar de la siesta.
—Así será... Y la muchacha, enrojecido el semblante por la dura tarea, cohibida por la brutal exigencia del amo, recogió la hoz y fue a internarse en los trigales amarillos.
—iAy! —gritó de pronto, cayendo al cruzar uno de los primeros surcos. Su patrón, el señor de las tierras que la gleba cultiva, había tenido a bien castigar la resistencia de la muchacha con una pedrada a traición, origen quizá de un crimen sin castigo.
Rosada y fresca como la amapola que traía en los cabellos, dejando ver una línea de dientes blancos y enfilados como los granos de la mazorca, que, deshojada con descuido, apareció la muchacha tarareando un aire con dejadez que traducía la hora ansiada del descanso. Un delantal de cuero cubría las opulentas redondeces del seno y caía en duros pliegues hasta el nacimiento del pie, descalzo y negro por el barro, en que se hundía continuamente, en aquellas faenas de la brega continua. El patrón la contempló un rato, y la codicia se asomó a pasión contenida.
—¡Clemencia!
—Su merced…
—Acaban de asegurarme que ese bribón de Anastasio ha vendido en fianza dos cargas de papa y que tú sabes a quién. Bueno: o tú me dices lo que hay en el asunto, o a ti y a él os hago meter en la cárcel. Ya el regidor del lugar tiene conocimiento de lo que pasa, porque se lo dije esta mañana al pasar por su casa. Mira... no me niegues nada...
—Yo no sé, su mercé... Anastasio ha sido siempre hombre formal, y si no, que lo digan todos sus patrones. Ahí están mis amos de “El Diamante” y “La Ramada” que digan si alguna queja han tenido de él. Eso me sorprende, mi amo, y me sirve de mucha angustia, porque esas son malas voluntades que le tienen. Enredos, enredos de esa...
—¡Silencio!... Ya sé a quién vas a referirte. Pero ella ha dicho nada... ¡Cuidado con cogerla en tu boca!...
—Así es, como ella es la preferida… ¡Si casi nos manda a todos!
—¡Cállate, miserable!
—De manera que ya no podemos ni hablar?
—¡Que te calles, te mando, o no respondo de lo que suceda! 
Una sonrisa de intencionada ironía a los labios de la muchacha, inclinándose para recoger del suelo algo que de la mano se le había caído. Y comenzó a cantar esta copla de algún bambuco: "Ya nadie me quiere a mí, porque a todos yo no quiero; Solo yo quiero a mi madre, Y ella está en el cementerio".
—Y Antonio —acabó el patrón, recalcando maliciosamente el nombre.
—También, mi amo, eso es querer, "Porque Dios así lo manda; Que lo diga el señor cura, Que en informaciones anda'
—¿Sabes lo que hay? —contestó el patrón, rojo como una cereza madura— que ahora mismo te marchas de aquí. No quiero en la hacienda gente de tu condición... Pero es ahora mismo, ¿lo oyes?
—Pero, déjeme su mercé completar siquiera la semana de trabajo...
—¡No! ¡Ea ya!
—Bueno, mi amo: ¿y quién me paga lo de los jornales?
—¡Que te largues inmediatamente, vagabunda!
—Esa palabra no me la debe decir su mercé a mí. Yo no soy vagabunda...
El día agonizaba lentamente en derroche de luz soberana. El frío era cada vez más intenso, y nubarrones oscuros, que corrían como mortuorios velos anunciando la lluvia, fueron desatando poco a poco sus raudales. Los trigales, agitados por el viento, mecían a compás las amarillas espigas, y toda la sabana inmensa se fue cubriendo de su caudal blanquísimo. Y el agua, que en gruesas gotas comenzó a caer asustando a los trabajadores, que corrían como bandadas de gorriones perseguidos, azotó el rostro de la muchacha confundiéndose con su llanto amarguísimo...
Cano, D- & Osorio, G. (2007) Charanga de letras 6. Panamá: Editorial Santillana

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