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El ataúd de uso (fragmento) - Rosa María Britton

El ataúd de uso (fragmento) 
Rosa María Britton 
Nunca se supo exactamente cómo empezó el asunto del ataúd. Muchos años después de la muerte de don Manuel, todavía se hablaba en Chumico de todos aquellos acontecimientos, claro está con más exageraciones de la cuenta. Como ya se sabe, "Pueblo chiquito, infierno grande..." y si algún pueblo merece esta descripción es Chumico. El chisme allí es modus vivendi para la mitad de sus ciudadanos. Los otros, pacientemente escuchan y callan. ¡Gracias a Dios! Si no fuera así, ya los gallotes se habrían llevado al pueblo entero creyéndolo carroña. 
Volviendo a lo del ataúd, que en realidad es el asunto que nos atañe. Mucho se dijo y mucho se exageró. Unos, contaban después que el ataúd era de ébano traído de África y tenía las agarraderas de oro puro. Otros aseguraron que estaba forrado de sándalo para que el muerto no apestara y hasta hubo quien juró que debajo del terciopelo del tapiz, don Manuel había colocado abultados fajos de billetes de a diez y veinte dólares para llevarse su plata en el último viaje. Esta última versión de los hechos era narrada por doña Higinia Gómez, matrona de Chumico, asidua lectora de los folletines “Romance a la Antigua” que encargaba a Panamá mensualmente. Las malas lenguas adujeron después que doña Higinia había inventado esa historia del dinero en el ataúd después de leer una novela acerca de una princesa egipcia, calumnia que la buena señora rechazó indignada. 
En realidad, el ataúd fue construido de madera de cedro que el mismo don Manuel cortó en su propiedad y pulió con infinito esmero. Las asas eran de plata pura mandadas a hacer en el Perú por el cura Juan, y por dentro tuvo toda clase de forros en su larga historia. Para entender lo que realmente pasó, es necesario no hacer caso de habladurías de comadres que jamás llegaron a entender las acciones del hombre más famoso que hubiera salido de Chumico. 
_Francisco... Francisco..., Ven a comer-—, La mujer gritaba desde ja entrada de la casita, protegiéndose los ojos del resplandor del sol con una mano, mientras se esforzaba por distinguir la figura del hombre, en la playa que comenzaba unos metros cuesta abajo. En el horizonte, el sol ya iba desplomándose en el confín del mar, llenando las aguas con un rubor de sangre. Con gestos de cansancio, el hombre comenzó a recoger las herramientas regadas alrededor del esqueleto de   barco a medio hacer, montado sobre caballetes colocados debajo de un almendro.  
—¡Francisco! —La voz insistente rompía el silencio.  
—Ya voy, mujer, no grites tanto —masculló el hombre.  
Echándose al hombro la caja de herramientas subió la empinada cuesta arrastrando los pies. En un rincón de la humilde habitación, la mujer abanicaba un fogón de leña llenando de humo toda la casa. 
—Juana ¿dónde están los muchachos? —preguntó entre dientes. 
Sin voltear la cabeza la mujer contestó: 
—Nicolás está bañándose en el chorro antes de que anochezca y Manuel no ha regresado aún. Se fue bien temprano con los Vásquez a buscar perlas en las islas. 
De repente Francisco comenzó a toser fuertemente, casi ahogándose mientras la mujer lo miraba con ojos de alarma. 
—Esa tos suya no me gusta; ya lleva meses enfermo a pesar de todos los remedios que ha tomado.  Debiera ir a la capital a ver al doctor. 
—No es nada —susurró Francisco, casi sin aliento, cubriéndose la boca con un trapo que sacó del bolsillo. 
—Es este clima tan húmedo. En San Miguel nunca me enfermaba. 
—Bueno, haga lo que le dé la gana, pero cada día lo veo peor. Yo creo que tiene la tisis. Ya me di cuenta que está tosiendo sangre. 
Encasquetándose el sombrero de paja, Francisco salió sin contestar y se alejó de la casa por el sendero rumbo al pueblo. Juana lo dejó partir sin decirle nada. Acercándose al fogón, quitó la olla del fuego y la colocó a un lado en el piso de tierra, Salió al patio y se sentó en un taburete desvencijado con la mirada perdida en el horizonte. Por el lado de la playa venía corriendo un muchacho con dos remos al hombro. Al llegar junto a la mujer, jadeando, le gritó con alegría. 
—Mamá, mire lo que le traigo. Cuando vaya a Panamá, le voy a mandar a hacer un collar bien bonito. 
Orgulloso le mostraba un puñado de perlas envueltas en un trapo. Un rictus de tristeza marcó el rostro surcado de arrugas de la mujer prematuramente envejecida. Con gesto de abandono apartó una greña de pelo gris que le caía lacio sobre la mejilla. 
 —Mejor guarde sus perlas hijo para cuando le hagan falta. A mí esas cosas no me gustan. Vaya ahora a bañarse antes de que oscurezca y de vuelta pase por casa de Juancho ver si tiene carne de monte. Felicia me dijo que él había salido de cacería ayer.  
Juana entró en la casa y fue a sentarse al lado del fogón en una banqueta. Del bolsillo sacó un rosario y se puso a repasar las cuentas, recitando a media voz letanías interminables El muchacho se encogió de hombros y entró en el cuarto adyacente. Empinándose agarró un canuto de bambú que tenía escondido encima del horcón. Allí era donde guardaba su tesoro de perlas. Lo cerró cuidadosamente y lo volvió a colocar en su escondrijo. Salió de la casa y silbando alegremente se dirigió cuesta arriba por el sendero que conducía al pueblo. Por el camino venía cabizbajo Francisco y al ver al muchacho se detuvo bruscamente. 
—Hijo, buceó algo bueno hoy —preguntó. 
—Sí papá. Viera usted qué perlas más bonitas sacamos. No son grandes pero sí de las redonditas. Ya casi llené el canuto. 
—Bien, bien. Mañana me las enseña. 
Sin más, Francisco siguió caminando hasta llegar a la playa. Iba descalzo pero casi no notaba las puyadas de las espinas en los matojos. La arena aún mostraba las huellas misteriosas de las patas de cangrejos. Al llegar a la orilla se sentó en una de las rocas negras que aquí y allá sobresalían de la arena. La marea iba retrocediendo apresurada y alguna que otra gaviota todavía buscaba afanosa el pescado desde el cielo, aprovechando los últimos destellos de luz. A esa hora ya comenzaba a sentirse el fuerte olor, mezcla de salitre y marisco podrido, característico de las playas del Pacífico. El hombre suspiró hondamente. Se sentía muy mal y a pesar de sus negativas sabía bien que estaba enfermo. Le dolía el pecho de tanto toser. A veces sentía como si una mano gigante lo estuviera estrujando y cada día el trabajo se le hacía más difícil. 
 “Tendré que irme a la capital”, pensó. La vieja tiene razón. No puedo seguir así. Mañana temprano le aviso a Pastor que saldré con ellos en este viaje de La Princesa. 
Tristemente dibujaba con la mano en la arena cosas y nombres casi olvidados. Regresó tarde, cuando la oscuridad envolvía la casa, Juana, todavía rezando, había prendido una lámpara de querosín que alumbraba la habitación débilmente. 
—Coma algo, Francisco, todavía el arroz está caliente —le dijo al verlo entrar. 
—Está bien, está bien. No moleste más. Mañana salgo para Panamá —musitó—. Arrégleme la ropa temprano.  
Tres días más tarde se embarcaba. Tuvo suerte, porque a veces transcurrían meses sin que pasara una nave por esas aguas. En el día de las despedidas, Manuel entregó el canuto lleno de perlas. 
—Aquí tiene, papá. Quiero que le mande a hacer un collar bien bonito a mi madre. Ella dice que no le gustan esas cosas, pero usted sabe cómo son las mujeres. A veces dicen lo que no sienten. 
Juana oyó la conversación del muchacho con el padre. Discretamente, esperó la oportunidad de hablar a solas con Francisco. 
—Use las perlas para pagarle a los doctores. Los buenos cobran bastante y las medicinas cuestan mucho. Yo no necesito adornos. 
Francisco no dijo nada. Se echó al hombro el saco de yute con sus pertenencias y con los pantalones arremangados bajó a la playa en donde lo esperaba una panga para llevarlo a bordo del barco que se mecía en aguas tranquilas en medio de la bahía. 

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