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Manos trágicas - Guillermo Andreve

Manos trágicas
Guillermo Andreve
Terminada la comida. mientras los criados levantaban los manteles y preparaban la sala de juego los cuatro amigos de Andrés Vargas, invitados a pasar una temporada veraniega en la quinta rustica que este poseía a orillas del mar, se encaminaron por él a la glorieta, haciéndose llevar allí el café y encendiendo las magníficas panetelas con que este los obsequiara, cuyo humo en retorcidas espirales ondulaba un rato en la atmósfera serena saturada por el perfume fuerte del tabaco, y se perdía luego por una suave brisa.
Desde la glorieta el panorama era a toda hora hermoso, y en aquella tranquila y sosegada, especialmente encantador. El mar, húmeda sábana movible de vastas proporciones, cuyas aguas de un color verde azulado tenían fosforescencias llamativas como miradas felinas, estrellaba con ímpetu sus olas en el repecho del tajamar que contenía sus conquistas y reventaba su hermoso penacho en una sarta de líquidos brillantes más atractivos cuanto más fugaces. Sobre de él, como la hermosa capa de un rey oriental, la bóveda del cielo de puntos relucientes como lentejuelas de plata, semejaba una decoración de cuento de hadas. Y entre el cielo del cual se hallaban muy lejos el abismo que las atisbaba muy cerca las barcas pescadoras, con las velas latinas extendidas a todo viento, semejaban pájaros oscuros en la noche; y alejándose de la ribera al son del canto monótono de los pescadores se perdían en la misteriosa inmensidad.
—¡Qué hermoso es esto! —dijo de pronto Roberto, uno de los cuatro amigos, alto, moreno como buen hijo del mediodía, y de grandes ojos soñadores—. ¡Qué hermoso es, repito, y cuánto me mueve a envidia tu felicidad en poseer este hermoso rincón del paraíso, Andrés! ¡Qué buen gusto has tenido en hacerte de este retiro delicioso! Di, ¿cómo y cuándo lo hubiste?
—Pues amigo mío— respondió sonriendo el interpelado— esta propiedad la compre a los herederos del pobre Luis Sartori, muerto trágicamente hará cosa de 8 meses.
—Luis Sartori, el elegante rey de los salones, ¿muerto dices? —exclamó en son de pregunta, como sorprendido, otro de los convidados, joven doctor en derecho, de lentes y perilla, llamado Ricardo Díaz.
—Pues sí, querido. El caballero fino y culto, el amable Sartori, murió trágicamente como te digo, hará 8 meses, a los 32 años, lleno de juventud, de talento, y de dinero, pero también de amargura y tristeza.
Y arrellanándose cómodamente en el sillón, chupó con delicia su cigarro, lanzó una bocanada de humo azulado y comenzó así:
— Todos Vosotros conocisteis a Sartori, y esto me evita entrar a narraros generalidades de su persona que os son conocidas. Inútil, pues, deciros sus triunfos de sociedad y su buena forma en las carreras de caballos y las apuestas del Polo Club. También supisteis de su generosidad y valor, y puedo, sin preámbulos, entrar de lleno en el desarrollo del drama, comenzando por los antecedentes de su matrimonio, que son de gran interés para la perfecta apreciación del final y que vosotros ignoráis, aunque sí sabéis seguramente que casó con una mujer joven y bonita.
—En efecto, dijo Roberto. Supe de su matrimonio y asistí a él, pero no conozco el desarrollo de sus amores y eso mismo creo pasa a los demás.
—Así es —dijeron los otros.
—Pues bien, comienzo. Prestadme toda vuestra atención.
—Hará cosa de tres años conoció Luis en casa del General Luque a una hermosísima y virtuosa joven, sobrina de éste, que por primera vez se presentaba en sociedad. La belleza de Rosario, que tal era su nombre, atrajo desde el primer momento a Luis, que estuvo cortejándola durante toda la velada; y tal fue la impresión que en él dejara la joven, que ya de regreso a su casa no pudo conciliar el sueño pensando en ella.
"Este fue el principio de una gran pasión que había de hacer la felicidad y la desgracia a un tiempo de nuestro amigo. Desde esa noche buscó con afán las ocasiones de ver a Rosario, en la cual descubría a cada momento nuevas cualidades que le hacían perder el seso más y más.
“En verdad la joven era una linda rubia, candorosa, de opulenta cabellera y ojos de cielo. Tenía formas esculturales y sus movimientos todos revestían una elegancia suma. Educada cuidadosamente, sabía hacer toda clase de labores, y tocaba el piano y bordaba divinamente”.
“Sus manos sobre todo eran las más lindas del mundo, y Luis, que como hombre de gusto refinado se volvía loco por las manos bellas y aristocráticas, no cesaba de admirarlas y de desearlas. Esta pasión de Luis por las manos era ya antigua, y no se sabe de ninguna de sus conquistas que las tuviera feas, pues para él consistía el mayor atractivo de la mujer en las manos y desdeñaba por completo a las que no habían sido favorecidas por la suerte con unas bellas y divinas”.
“Fue así, pues, como nuestro amigo que comenzó galanteando a Rosario acabó por enamorarse locamente de ella, que a su vez cayó en las redes del niño ceguezuelo; y ya podréis suponer ese idilio entre un hombre de treinta años que lo sabía todo y una muchacha de dieciséis que todo lo ignoraba, romántica gracias a su educación conventual y celosa de una manera terrible, hasta el punto de hacer jurar a Luis que ella había sido su primer amor, cosa que él por de contado juró sin escrúpulo, creyéndola de poco valer y de ninguna influencia en su destino”.
“Estos amores duraron cerca de un año, y terminaron con un recíproco juramento en la vicaría y un viaje de novios a Suiza e Italia, delicioso según las cartas que muy de tarde en tarde escribía Luis a uno que otro amigo”.
“Como todo tiene término, también lo tuvo este paseo, y un día de octubre regresó el joven matrimonio rebosando dicha, y pronto comenzó a hacer vida social, llamando la atención en bailes, teatros y reuniones la linda Rosario Sartori, cada día más enamorada de su marido, de quien era correspondida con creces”.
—Aún recuerdo con agrado —interrumpió en este momento Gerardo de Valmar, el cuarto amigo— a la gentil Rosario con quien valsé en dos o tres ocasiones—.
—Y yo —dijo Hugo Mires, el tercer amigo— recuerdo a mi vez la descabellada apuesta que con Alfredo Zayas y conmigo hizo Rodolfo Márquez, a propósito de esa linda mujer—.
—¿Qué apuesta fue esa? —dijo Andrés, olvidando su narración.
—Pues sencillamente pretendía rodolfo, que es una cabeza a pájaros, ser el amante de Rosario antes de 2 meses, y cubrir de besos y mordiscos las lindas manecitas que tenía.
—¡Ah, loco! —Dijo Andrés—. Perdió desde luego; me atrevería a jurarlo.
—¡Oh, sí! Rosario lo trató horriblemente; y Rodolfo, que no es malo en el fondo, confesó de manera pública en el círculo que esa mujer era inconquistable.
—Lo sabía —dijo Andrés—. Y prosiguió en seguida:
—A su regreso, Rosario tuvo ocasión de conocer a Lolita Rodríguez, otro prodigio de belleza, y al punto se estableció una corriente simpática entre ambas tan grande, que en poco tiempo fueron inseparables. De parte de Rosario esta afección fue sincera. Ignoro hasta qué punto lo sería por la de Lolita, pues debo deciros que esta mujer de fuego tuvo amores apasionados con Sartori años atrás, amores escandalosos que todos conocían menos el anciano doctor Rodríguez, esposo de Lola. Sin embargo, es de creerse que eso ya estuviese concluido, pues, aunque Lola tuviese también muy bellas manos, eran más bellas aun las de Rosario, y Luis no pensaba sino en su mujercita. Me diréis quizá que debió impedir la amistad de la esposa con su antigua querida, pero esto resultaba algo dificilillo y lo mejor era callarse como lo hizo y dejar marchar los sucesos que por cierto tomaron un giro muy distinto del que podía suponerse, como vais a ver en seguida.
“Como entre mujeres la murmuración y la malignidad son moneda corriente, no faltó una indiscreta intencionada que revelara a Rosario la historia de aquellos amores pecaminosos. Os he dicho ya que era celosa en extremo, y aunque delicada y frágil como cristal de Bohemia, de unas pasiones terribles. Cuando se lo contaron, una tempestad horrible se desató en su alma, no solamente por creerse engañada de Luis cuando la juró de novios ser su primer amor, sino porque estaba convencida además de ser burlada y escarnecida de la manera más villana, creyendo a pie juntillas que Lola solo se había hecho su amiga para estar más cerca de su antiguo amante y poder burlarse de ella a su sabor. Fue más lejos aún, recordó que Lola poseía unas manos preciosas que ella misma había alabado muchas veces, creyó que eran más bellas que las suyas y concibió odio hacia ellas, un odio profundo que nada ni nadie fue capaz de aminorar. Y comenzó de seguido a meditar en la venganza y combinó uno y otro proyecto loco, como inspirados en la profunda cólera que la dominaba. Indudablemente, queridos, no hay nada más terrible que una mujer celosa, pues es capaz de realizar los actos más extraños y sorprendentes, sin miedo alguno por las consecuencias que luego sobrevengan.
"Uno de estos actos cometió Rosario. Convidó cierta vez a Lola aquí mismo a pasarse una temporada, y aceptada por la otra con alegría la propuesta vinieron acompañadas apenas de dos sirvientes. Sartori quedó en la población arreglando asuntos de importancia, y debía reunírseles dentro de dos o tres días”.
“Rosario disimuló cuanto pudo su estado de ánimo durante el viaje y en la noche de su llegada aquí. Pero al otro día temprano, temiendo si difería su proyecto que llegara Luis y se ofreciera con este motivo algún obstáculo, invitó a Lola a dar un paseo a caballo por el bosque cercano y salieron ambas alegremente con intención de ir a visitar una ermita en ruinas que hay a dos kilómetros escasos de este sitio, en un hermoso rincón del bosque lleno de árboles majestuosos y de frondosa y verde vegetación. Qué pasó luego entre ellas no se sabe, pues Rosario nunca quiso confesarlo a Luis ni a ninguna otra persona, y Lola tampoco ha dicho nada hasta ahora sobre esto. Pero es lo cierto que, a poco de haber salido, regresaron ambas, por distintas vías, pálidas y ensangrentadas, escondiendo las manos con gran cuidado. La primera en llegar fue Lola, quien en seguida preparó sus maletas y marchó a la ciudad a toda prisa, como loca y aterrorizada. Luego llegó Rosario, abatida y calenturienta. Ambas tenían destrozadas las manos, lo que hace suponer una lucha salvaje. Pero las heridas de Lola no eran de cuidado, sanó pronto y poco se le notan hoy las cicatrices. Rosario en cambio tenía una gran herida que le dejó defectuoso el índice de la mano derecha y una gran cicatriz desde este dedo hasta más arriba de la muñeca. Es de suponerse que una vez solas en el bosque, Rosario increpara a Lola por la supuesta traición, diera rienda suelta a sus celos y furiosa atacara a su amiga, dirigiendo sus ataques a las manos, que eran las que consideraba causantes de todo. Lola, más fuerte, se defendería con energía, y furiosa al verse herida, arrebataría el arma, algún cuchillo de caza de los muchos que Luis tenía aquí, y a su vez lograría herir a su rival bravamente Después, tal vez asustada al verla herida, huyó llena de temor”.
"Luis llegó casualmente ese día, y su sorpresa y su dolor fueron grandes. Encontró a Rosario decaída nerviosa y sumida en hondo silencio. Inútiles fueron sus cuidados y sus afanes, pues solo pudo saber lo que le contaron los sirvientes. Rosario no quiso decirle nada, y apenas estuvo mejor escribió a su tío el General que viniera por ella. Vino este buen señor y al enterarse de lo ocurrido, no halló razonable la conducta de su sobrina y se negó a llevarla consigo. Rosario tuvo entonces una crisis violenta; se declaró una fiebre cerebral maligna y solo a fuerza de cuidados consiguió Luis salvarla. Pero su naturaleza quedó minada y con el fin de intentar una curación emprendieron viaje ambos, un viaje penoso y triste, en que paseó nuestro amigo a su esposa enferma por las grandes capitales europeas y visitó todas las notabilidades médicas sin ningún resultado. Una fiebre lenta minaba a Rosario; tosía con tos seca muy a menudo; sentía dolores profundos y punzantes en la espalda, y sobre todo su melancolía era constante.
“Lloraba mucho y hablaba poco. No se quitaba nunca los guantes, ni fue más para Luis la cariñosa paloma de antes, con gran desesperación de este que veía escaparse la vida de su ídolo poco a poco y con ella también la suya. Esta tortura duró cerca de 3 meses, y al cabo de ellos murió Rosario en Berlín, dulcemente, como quien se durmiera fatigado con un sueño de piedra cuyo despertar no ha de llegar nunca”.
Andrés calló por largo rato. Todos sus oyentes estaban ligeramente emocionados, ya que amigos de Sartori, esta historia hubo de impresionarlos un poco. Pero como Andrés prolongara el silencio y como distraído fumara pausadamente, preguntole Hugo Mires:
—Bien, Andrés, ¿y Luis cómo murió? ¿Por qué no terminas de una vez tan dolorosa historia? —.
—Luis—dijo Andrés— murió en Suiza. Al pie de un talud lo hallaron un día unos montañeses. A su lado estaba su escopeta descargada y a los pies Minuto, su perro favorito. Tenía una herida de arma de fuego en el pecho. No se sabe si fue asesinado o si se trataba de un suicidio. Como nadie presenció el hecho...
—¡Pobre Luis! —dijeron todos— se suicidó sin duda ninguna—. Y por un rato, como pensando en la tragedia de su vida, permanecieron mirando al mar, que había quedado desierto. Las barcas pescadoras estaban ya muy lejos, y no se escuchaban las melancólicas canciones de los pescadores. Las estrellas habían desaparecido del cielo que cubrían densas nubes y un viento fuerte comenzó a soplar de pronto.
El silencio se prolongó largamente. De pronto un criad que pasó con luces avisó que estaba lista la mesa de juego, y a invitación de Andrés todos abandonaron la glorieta y preocupados con el recuerdo de Luis Sartori y de Rosario, la linda mujer de manos divinas, dieron comienzo a una partida de póker ya apalabrada.
Media hora después, las emociones del juego habían borrado todo recuerdo en aquellos hombres.
El Heraldo del Istmo, n.º 60, 30 de junio de 1906.

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