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El jardín de las cenizas (fragmento) - Gloria Guardia

El jardín de las cenizas (fragmento) 
Gloria Guardia 
Martes, 14 de diciembre de 1999 
-Jamás imaginé que viviría para verlo. 
Las palabras han saltado de mi boca y la fiel María José me mira largamente y guarda silencio: sabe que a mis 93 años cada sílaba trae demasiada carga. Desde hace un par de horas, poco después de que ella misma diera las órdenes de que se me sirviera en el comedor el desayuno cuando terminara con mi terapia de ejercicios matutinos, hoy martes 14 de diciembre, hemos estado juntas frente al televisor siguiendo paso a paso la ceremonia de la transferencia del Canal a Panamá: yo, llevándome una taza de café tras otra a los labios; ella, yendo y viniendo por los aposentos, subiendo y bajando por las escaleras de madera, dando órdenes al jardinero, a la cocinera, al chofer y a los demás empleados que, al igual que ella, me acompañan en esta casa que papá mandó a construir en la calle de Santo Domingo, en el barrio tradicional de San Felipe, no lejos del paseo de Las Bóvedas, dos años antes de su matrimonio y de que Panamá se independizara de Colombia. Soplaban otros vientos. Se estrenaba un nuevo siglo; liberales y conservadores estaban enfrascados en una sangrienta guerra fratricida y él y el tío José Eusebio Arosemena-Vallarino, ambos recién graduados de abogados, acababan de fundar el bufete Garrido-Arosemena & Asociados, que con el tiempo se convertiría, al igual que Fábrega & Arias, en referencia obligada para quienes buscaban abrirse paso entre los tortuosos pasadizos de una república que daba sus primeros pasos.  
Sentada en la mecedora de caoba, diviso tras los portones de madera y vidrio que bordean la casona el ir y venir de las olas del Pacífico y unas bolsas de nubes grises, casi negras, que se obstinan en opacar un sol que apenas se vislumbra para irse disolviendo en una llovizna que no logra convertirse en aguacero y que marca un leve contrapunto con la victoria que ha alcanzado hoy el pueblo panameño. 
Vuelvo a fijar la mirada en la pantalla. Los presentadores —una pareja joven— hacen lo indecible por exhibir una erudición que no convence y un cosmopolitismo que no tienen. Es evidente que para ellos el súmmum de la suficiencia radica en las transmisiones de algunas de las cadenas extranjeras y duplican por eso mucho de la pobreza del lenguaje, de la falta de perspicacia para medir la trascendencia del evento y de la ausencia de un discernimiento siquiera somero de lo que hemos vivido y padecido en este siglo. Las cámaras se empeñan, eso sí, en mostrar las esclusas de Miraflores y el edificio de la Administración como protagonistas. Entrevistan a varios personajes y todos parecen repetir o recordar lo mismo: que hoy concluye una gesta que se inició mucho antes de nuestra independencia; que durante siglos, desde los tiempos de Carlos V, cuando este ordenara los primeros estudios topográficos para la construcción de un canal, y sobre todo tras la hazaña de Vasco Núñez de Balboa, cuando los españoles trazaron y pavimentaron con guijarros los caminos —el Real, el de las Cruces y el de Chagres— para unir el Atlántico y el Pacífico, el Istmo ha sido el epicentro del tránsito legal e ilegal entre los dos océanos; que para lograr el traspaso del canal a manos panameñas hubo que padecer muchas afrentas; que estadistas, políticos, poetas y, artistas hicieron causa común en la defensa de nuestra soberanía; y que el Instituto Nacional, la  
Normal de Santiago, el Colegio de Artes y Oficios y la Universidad de Panamá fueron el semillero donde los jóvenes fraguaron con sus sueños la fundación de un Estado fiel a su "destino manifiesto" y liberado de ataduras extranjeras, despertando la conciencia adormitada de las mayorías. A ninguno de los entrevistados se le ocurre referirse, por ejemplo, a aquellos hechos concretos que marcaron el principio de nuestro proceso revisionista: el cable de protesta que nuestro recién nombrado subsecretario de Relaciones Exteriores le envió el 30 de noviembre de 1903 a Bunau Varilla, señalándole que el convenio firmado doce días antes por él y John Hay, entonces secretario de Estado de Teddy Roosevelt, necesitaba una convención adicional, ya que este contenía muchos puntos por dilucidar. Tampoco han mencionado el memorándum, redactado por Eusebio A. Morales, que José Domingo de Obaldía, nuestro plenipotenciario en Washington, dirigió a la Secretaría de Estado el 11 de agosto de 1904. En ambos documentos Panamá formulaba reclamos por la interpretación que el Gobierno norteamericano le había dado al tratado: esta afectaba la soberanía panameña e ignoraba prerrogativas que se consideraban esenciales. Tampoco nadie tuvo en cuenta la titánica lucha que durante décadas llevaron a cabo los muchachos de Acción Comunal y posteriormente los del Frente Patriótico de la Juventud para avivar el nacionalismo y la necesidad de abrogar los términos humillantes de aquel primer acuerdo. Para muchos jóvenes, y para los extranjeros que hoy siguen en la pantalla chica los acontecimientos que se están dando en Miraflores, Torrijos fue el primero y acaso el último en abogar por los derechos de los panameños. Cada quien inventa su verdad, y la Historia, así en mayúscula, es una suma de narraciones subjetivas, de recuerdos inconexos, de vivencias e interpretaciones personales de los hechos. Cada quien fantasea buscando sus quince minutos de protagonismo. ¡Qué mejor ejemplo que el de mi sobrino Tito, el "Hijo del Hombre", como lo apodó mi hermano Roberto Augusto (RAG) en su momento! Las cámaras acaban de enfocarlo, casi al mismo tiempo que a Touni, la vizcondesa de Lesseps, bisnieta de quien iniciara las obras del canal francés para fracasar luego de manera tan aparatosa. Ambos se encuentran entre los muchos invitados especiales que han llegado al país para la ceremonia. Estoy segura de que a estas alturas muy pocos recordarían a esta pareja, a no ser por el escándalo económico y político que en 1889 significó la ruina de la Compagnie Universelle du Canal Interocéanique, en París, y por el incidente aquel de la toma de la casa del hijo de mi hermano por un grupo guerrillero cuando este se desempeñaba como negociador de los Torrijos-Carter, los mismos documentos que hoy el mundo entero celebra a voz en cuello.  
Tengo años de no ver a mi sobrino. Creo que la última vez fue en la misa de los funerales de Roberto, a mediados de enero del 90. Todavía no acabábamos de recuperarnos de las atrocidades cometidas por Noriega que dieron pie a la más sangrienta invasión norteamericana. El tema familiar más resobado en esos días era que Tito se trasladaba a vivir a Buenos Aires y que estaba por divorciarse de Enriqueta, aquella mujercita superficial y pelirroja que le dio tres hijos y que, según Ana Lorena, mi sobrina favorita, ostenta una exquisita cultura de revistas. Me ha llamado la atención la manera como ha envejecido Tito desde que se marchó a vivir a la Argentina. Reparo en su barba y pelo blancos. También en la rotundidad de su figura y en la curva de una barriga tan maciza como corpulenta. Siempre lo tentó la buena mesa, sobre todo tras aquella estancia suya de estudios en Italia, cuando se aficionó a las pastas y a los vinos franceses e italianos. Lo observo con detenimiento y reconozco en él mis rasgos, mejor dicho, los aires de familia: la nariz apenas aguileña, los pómulos salientes, los labios demasiado estrechos, un par de cachetes ligeramente pronunciados, los ojos que con los años van desapareciendo tras unas cejas que han cobrado la apariencia de un boscaje espeso entre gris y amarillo. Junto a él está su primogénito, el "Cuarto", como lo apodamos en familia. Este, a diferencia de su padre, fue desde pequeño una criatura tan simpática como despierta. Ahora sigue sin pestañear cada detalle: la llegada de nuestra presidenta acompañada del rey Juan Carlos, del siempre sonriente Jimmy Carter y de los seis dignatarios que firmarán como testigos de honor, después del soberano, el canje de notas concernientes a la transferencia del Canal de Panamá que sellarán el fin de una era tormentosa y el principio de un territorio al fin plenamente emancipado. El impacto visual para mi sobrino nieto, que hoy por hoy debe tener 25 años, mejor dicho para todos, es incomparable: la estampa de una mujer pequeña, relativamente joven, que luciendo un tailleur en tela brocada con aplicados de ramas de hojas, de un tono marfil claro o blanco hueso, ha surgido navegando en las aguas del Pacífico, desplazándose en un remolcador que, de tan pequeño, tiene la apariencia de un juguete. Viene acompañada de un puñado de canosos —distingo apenas a unos pocos— que saludan con la mano a las cámaras de televisión del mundo entero y a los espectadores panameños. El simbolismo cae de su peso: la patria chica, la patria joven, la patria panameña, casi frágil, surge como Venus de las aguas y toma al fin posesión entre sus pares. Las voces de los presentadores nos recuerdan que la ceremonia oficial de la transferencia del Canal estaba programada para el mediodía del 31 de diciembre de este año, pero que previendo problemas informáticos, y a causa de los festejos del milenio, las autoridades panameñas y estadounidenses habían decidido adelantar la fecha para este día, martes 14 de diciembre. Hay un silencio y las cámaras enfilan sus lentes hacia los barrios que la Compañía del Canal fue levantando con los años para sus asalariados y también para los militares encargados de la seguridad del sitio: Ancón, Balboa, Fuerte Amador, Albrook, Gulick, Howard, Diablo... Son casas uniformes que varían en tamaño según el rango de sus dueños. Sencillas, a veces de dos plantas, lo cierto es que unas y otras lucen siempre bien cuidadas, bien pintadas o encaladas y rodeadas de jardines que por su pulcritud contrastan con las viviendas de madera o de bloques de concreto armado y, sobre todo, con los hierbazales tan característicos de las barriadas donde habitan los obreros y maestros panameños. Allá, el descuido y la pobreza parecen ser la nota dominante y las calles mal trazadas suelen convertirse en minúsculas lagunas durante los meses de lluvia que tanto se prolongan. No es gratuita la fama que tenemos de ostentar uno de los climas más infernales y malsanos del planeta. Siquiera los americanos acabaron con su insalubridad: desde que desembarcaron e iniciaron la construcción de su proyecto gigantesco y organizaron campañas de esto y de aquello para erradicar la malaria, la fiebre amarilla, el cólera, la tifoidea, la tuberculosis, la pulmonía, en fin, todo lo que solía incubarse y propagarse gracias a los vapores enfermos de estas tierras. Recuerdo que hace muchos años, en esta misma casa, había mosquiteros por doquier y en las noches los criados preparaban sahumerios de salvia y romero para espantar los zancudos y también mezclas de otras hierbas para ahuyentar a los murciélagos y envenenar a los insectos que entonces nos acosaban sin respiro.  
La llovizna continúa y los centenares de paraguas rojos, negros, blancos, azules y amarillos, distribuidos por cortesía de la recién estrenada Autoridad del Canal de Panamá, es lo que sobresale hoy y a esta hora alrededor de Miraflores; aparte, por supuesto, del comentario que parece saltar de boca en boca: que Bill Clinton es el gran ausente de la fiesta y que la secretaria de Estado, Madeleine Albright, cancelo a última hora su participación en estos actos debido a los preparativos para las conversaciones de paz entre Siria e Israel en torno a los Altos del Golán, ocupados por los israelíes desde hace más de cuatro décadas y que, según parece, han sido programados para el mes de marzo. Alguien tan viejo como yo, un invitado de los tantos, lo recita ahora ante las cámaras: "Hoy", acaba de decir, "no debemos lamentar la ausencia ni de Clinton ni de Albright. Hay que poner todo en su debida perspectiva. En este momento no celebramos a los norteamericanos sino a Panamá y a la lucha de sus hombres y mujeres. Clinton tuvo el acierto de enviar como su representante a Carter, el que se atrevió a devolver el canal a los dueños de su tierra". Lo dicho con mucha sabiduría por el viejo es acallado pronto por los presentadores que vuelven a la carga y esto y aquello me retumba en los oídos como una retahíla escolar sin mucho vuelo: que los estadounidenses inauguraron el Canal el sábado 15 de agosto del 14 y emplazaron tropas alrededor de la vía para defenderla; que establecieron en pleno territorio nuestro un enclave cívico-militar que los panameños repudiamos; que con el argumento de la defensa del Canal, los Estados Unidos intervinieron militarmente en el Istmo en numerosas ocasiones; que los Estados Unidos dejan como herencia una vía que sigue siendo un punto importante para el comercio marítimo mundial, ya que por él pasan unos 14 mil barcos cada año que mueven cerca del 5 por ciento de la mercancía del planeta; y que a partir de este momento los Estados Unidos devolverán a Panamá las 7 mil edificaciones y las 147 mil hectáreas de tierra que circundan la vía interoceánica. ¡Qué habría respondido a esto el controvertible Teddy Roosevelt!  
Cansada de escuchar la monotonía de las voces de los presentadores, me levanto de la mecedora, doy unos cuantos pasos por el aposento, me dirijo hacia una de las puertas de madera y vidrio biselado que dan hacia el Pacífico, la abro, y basta este gesto, la bocanada de un viento con sabor a yodo y la visión del mar con el Puente de las Américas al fondo, para que me vengan a la mente las múltiples imágenes, los sueños, los recuerdos, las derrotas, los cientos de incidentes que he vivido o presenciado en esta misma casa desde que abrí los ojos. Y es que a veces, en una sola familia, en un solo sitio, se puede condensar con inusitada intensidad la memoria de un país y de sus gentes. Lo que nunca alcancé siquiera a imaginar fue que de los tantos hombres y mujeres que iniciaron la hazaña de la fundación de esta república y de la recuperación de nuestra soberanía y la protagonizaron, sería yo, Elvira, la hija menor de la pareja que un día formaron Roberto Augusto Garrido-Orillac y María Inés Arosemena Vallarino, quien habría de sobrevivirlos y quien presenciaría la devolución del Canal a nuestras manos. 

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